La quiebra de la soberania en tiempos de crisis... Por Teresa Da Cunha




Por: Teresa M.G. Da Cunha Lopes


En el último decenio del siglo XX y en la primera década del siglo XXI se ha originado un amplio debate acerca de la supervivencia del Estado. Este debate es urgente y actual cuando observamos que desde el 2009 veinte y dos países, con gobiernos legítimos y electos en las urnas han sido obligados a elecciones anticipadas (ej.:Portugal, España), a votos de confianza en sus parlamentos (ej.: Alemania, República Checa) y a renuncias espectaculares (ej.: Italia, Grecia) bajo la presión directa de los mercados financieros.

El fenómeno de la mundialización, y en particular la mundialización económica, en concomitancia con otros factores como la sobrecarga del Estado, los conflictos derivados del pluralismo cultural y los procesos supranacionales (como la integración europea) han suscitado una intensa discusión respecto a sus repercusiones en las estructuras estatales.

Algunos autores como Bell, critican la no adecuación del tamaño del Estado. Según este autor, se trata de una estructura demasiado pequeña para abordar los grandes problemas y demasiado grande para solucionar los pequeños.

Desde esta perspectiva, el Estado se erosiona en dos direcciones divergentes: hacia arriba por la cesión de soberanía a organizaciones supranacionales, hacia abajo por la descentralización de competencias hacia gobiernos regionales y locales.

En este último sentido, la pérdida de control estatal sobre las actividades que se desarrollan en los respectivos territorios se ha valorado como una limitación de poder y, en consecuencia, como una quiebra de la soberanía.

Estudios ya clásicos definen la soberanía como la autoridad legítima y suprema dentro de un territorio. El componente central de esta definición es la supremacía, término que distingue a la autoridad del Estado de otras autoridades, e implica que el soberano es la autoridad última de una comunidad, aquella instancia cuyas decisiones no pueden recurrirse ante otra. La autoridad suprema se proyecta en dos direcciones, que remiten ambas a la idea de independencia:

1.-La soberanía interna se manifiesta sobre todos los que viven en un territorio determinado.

2.-La soberanía externa supone la inexistencia de una autoridad suprema más allá de las fronteras nacionales porque también significa independencia respecto a autoridades exteriores.

En resumen, la soberanía se define por la no sujeción a otra autoridad, tanto en el ámbito interno como externo. De acuerdo con este planteamiento, no se confunde con poder. Autoridad y poder son términos conexos pero no equivalentes. La legítima autoridad confiere poder pero no es sólo poder.

Krasner, a su vez, hace una clasificación de los significados de soberanía. Tipifica cuatro categorías:

1.-La soberanía interna: se refiere a la organización formal de la autoridad política dentro del Estado y a la capacidad de las autoridades políticas para ejercer el control dentro de las fronteras del propio territorio.

2.-La soberanía interdependiente: es la capacidad de las autoridades públicas para controlar los movimientos de información, ideas, mercancías, personas o capital a través de las fronteras del Estado.

3.-La soberanía jurídica internacional: se refiere a las prácticas relacionadas con el mutuo reconocimiento

4.-La soberanía westfaliana: designa a las organizaciones políticas basadas en la exclusión de actores externos en las estructuras de autoridad de un territorio determinado.

Ahora bien, cuando observamos la hecatombe de los ejecutivos nacionales (en paralelo con la emergencia de primeros-ministros y de ministros de hacienda o secretarios de tesoro tecnócratas que comparten entre sí el hecho de haber sido funcionarios del “The Goldman Sachs Group, Inc. “) en este contexto de crisis financiera internacional tenemos que colocar una cuestión fundamental: ¿los mercados globales erosionan la soberanía hasta el punto de que se plantee la necesidad de que el Estado sea superado?

Esta y otras cuestiones inducen a analizar la relación entre soberanía y economía. Lo que me lleva a puntualizar algunos elementos base.

El concepto de soberanía se aplica, sobre todo, a la autoridad legítima de un territorio, no se trata de una cuestión económica. De acuerdo con la teoría clásica, el atributo característico de la soberanía es el de dar las leyes, atributo que no ostenta ninguna otra autoridad, sino que es monopolizado por el soberano.

No obstante, debe reconocerse que el concepto de soberanía ha tenido repercusiones para la creación de espacios económicos integrados. El Estado fue un instrumento útil para el desarrollo del mercado, no sólo por ser garante de la ley y el orden, sino debido a que ciertas políticas pudieron implantar barreras aduaneras internas, la creación de sistemas comunes de pesas y medidas, el establecimiento de una moneda común…

Desde estas perspectivas, puede admitirse con Cohen que “el mercado sería una institución procedente del poder soberano al mismo nivel que otras instituciones”. Por tanto, es evidente la interrelación entre poder político y poder económico. El capitalismo reforzó al Estado por su necesidad de regulación, tanto interna como externa. Por su parte, el Estado dependía financieramente de ese capitalismo, circunstancias que desembocaron en la creación de una organización centralizada territorialmente. De todas formas, históricamente, la economía no formó parte de las funciones nucleares del Estado sino que éstas constituyeron un límite a su poder. La soberanía nunca fue un poder omnímodo en la economía, salvo excepciones como los Estados socialistas.

Sin duda, desde los años 80 ha adquirido un claro predominio la idea de que el equilibrio del libre mercado no necesita de la interferencia política sino que depende, únicamente, de la estabilidad monetaria y fiscal. Sin embargo, la posibilidad de que el mercado prescinda de una autoridad colectiva ha sido rebatida desde diferentes frentes. Por ejemplo, Soros sostiene que atribuir una autoridad absoluta a las fuerzas del mercado puede desembocar “en el desmoronamiento del sistema capitalista global”. El capitalismo sin control puede terminar destruyéndose a sí mismo. En un sentido similar, autores como Strange o Gray desmienten que los mercados puedan autorregularse e impedir por sí mismos los trastornos económicos. En consecuencia, según estas posturas, se defiende que la estabilidad de los mercados depende de la regulación, objetivo que ha de emanar del poder político.

En resumen, por un lado es discutible que los mercados globales puedan subsistir a través de sus propios mecanismos y sin el concurso del poder político, pero, por otro lado, no hay que subvalorar los efectos de los mercados financieros globales sobre las funciones económicas de los Estados.

La movilidad del capital obstaculiza la adopción de políticas de empleo o de políticas fiscales gravosas para el capital, porque éste siempre tendrá la posibilidad de instalarse allí donde las condiciones sean más ventajosas.

Sin embargo, reconocer que los mercados financieros globales han creado una nueva situación respecto a la iniciada en la segunda posguerra no implica que los Estados se hayan convertido en una organización carente de sentido.

Aunque el Estado haya perdido autonomía respecto a la economía, sigue siendo un actor útil. Es evidente la incidencia de las ayudas a la exportación en el desarrollo de los sectores industriales o cómo los servicios de educación e investigación favorecen el desarrollo económico.

La obsolescencia del Estado es un mito: un mito tras el que subyace un cambio de las funciones estatales.
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