¿Soberania popular o partidocracía?





Por: Teresa M.G. Da Cunha Lopes


De nuevo, el debate sobre las candidaturas independientes o ciudadanas coloca en el centro de la vida política mexicana la cuestión fundamental de la soberanía popular. La pregunta obligatoria es: ¿dónde queda la soberanía popular y el ejercicio efectivo de los derechos políticos individuales en el actual sistema? La cuestión secundaria asociada es la de la legitimidad de la democracia.

El principio de legitimidad de la democracia se concreta en la idea del autogobierno del pueblo.

Su principal dimensión es la capacidad de los ciudadanos para intervenir activamente en la gestión de la vida política de tal manera que pueda presuponerse el consentimiento del demos detrás de la acción política.

Para bien o para mal, la democracia moderna es un sistema representativo en el que la participación popular se reduce a elegir a sus representantes y a controlarlos indirectamente en cada convocatoria electoral.

El principio decisorio es el principio de la mayoría, y las instituciones del Estado de derecho velan, por su parte, para que las decisiones mayoritarias no puedan vulnerar los derechos de las minorías. El demos se autolimita a través de los controles externos de la democracia recogidos constitucionalmente.

El problema hoy no estriba ya tanto en ver si dichos preceptos constitucionales se adaptan mejor o peor a la nueva situación, sino en verificar si existe una auténtica ciudadanía activa o si los canales de mediación entre ciudadanía y clase política funcionan correctamente.

La respuesta es NO, estos canales han dejado de funcionar.

Si observamos la sociedad mexicana y el orden político mexicano percibimos una creciente apatía y retraimiento ciudadano en los procesos electorales; un paisaje marcado por la “fatiga civil”, la “demo-esclerosis”, la huida de los grupos más propensos a un activismo político solidario hacia el “tercer sector” (ONG's sobre todo) y un creciente fraccionamiento del cuerpo ciudadano.

Pero la responsabilidad no sólo cabe imputársela a los ciudadanos; hay también una serie de condicionantes sistémicos que no favorecen la participación y competencia de los ciudadanos. Estos condicionantes sistémicos son, en grande parte una consecuencia de las deficiencias del sistema de mediación política cristalizado en una legislación electoral que protege el monopolio de institutos políticos (los partidos) contra el efectivo ejercicio de los derechos políticos de los ciudadanos.

Las distorsiones en el funcionamiento de los canales de mediación entre sociedad y sistema político afectan sobre todo al concepto de la representación y están marcados por la oligarquización y “estatalización” de los partidos políticos, así como por la creciente corporativización de los intereses.

Este proceso de corporativización es ya irreversible por vía legislativa y ha contribuido a la nueva gobernación. Pero puede ser modificado por vía jurisprudencial.

Lo que puede parecer no deseable desde una perspectiva democrática escorada excesivamente hacia la representación parlamentaria y los presupuestos de un espacio público omniabarcador, pierde fuerza si lo combinamos con lo que se llama ahora “democracia sectorial” : aquí el énfasis se pone en la posibilidad de crear mecanismos que faciliten la participación de los intereses afectados por una determinada política, que pasarían a ocupar el lugar que en la democracia representativa ordinaria compete a la ciudadanía.

El resultado sería la creación de redes comunicativas entre organizaciones afectadas que permitirían su participación y seguimiento de las decisiones que les incumbe. Aquí habría que hablar de la función de los medios de comunicación y de la labor de los partidos en aplicación del código gobierno/oposición, y de su contribución a reducir los costes de información en la producción de un conocimiento de los contextos políticos.

Pero el esfuerzo necesario para estar medianamente informado y para actuar políticamente excede con mucho las posibilidades de tiempo – y capacidad?- disponible por parte de la mayoría de los ciudadanos.

Lo característico de las cuestiones políticas es su lejanía, su cambio constante de temas, además de las dificultades de evaluación que suelen concurrir en muchas de las decisiones políticas; todo ello dificulta la posibilidad de una decisión racional, un juicio minimamente elaborado sobre dichas cuestiones.

El resultado es una voluntad susceptible de caer en la manipulación , de dejarse llevar por los “afectos” y, en todo caso, responde a una voluntad fabricada, no elaborada autónomamente.La política expresiva y simbólica aparece así como el mecanismo más eficaz de movilización de la ciudadanía y como un argumento para mantener el monopolio de la acción política en manos de los institutos políticos llamados partidos.

La organización y el funcionamiento del sistema electoral en sus componentes normativas actuales fomenta así que el ciudadano activo y responsable que presupone cualquier teoría democrática digna de ese nombre se vaya trasmutando en un ciudadano pasivo y apático, dedicado a establecer sus vínculos sociales y la construcción de su identidad fuera de la política.

Es un “ciudadano consumidor” de bienes y servicios públicos que no duda en abandonar después al estado si el mercado puede ofrecerle mejores condiciones, o de aislarse de los demás miembros de su demos cuando recibe la llamada de su ethnos o se refugia simplemente en sus intereses privados.

Todo esto tiene que ver con la falta de incentivos de una política “democrática” que se reproduce a sí misma sin ofrecer auténticas alternativas a lo dado, con la ausencia de un discurso libre de los constreñimientos del nuevo sistema de comunicación social, con partidos políticos pegados al Estado, que oscilan entre la arrogancia tecnocrática y la timidez innovadora.

No es de extrañar, por tanto, que gran parte del activismo político trate de refugiarse en los nuevos movimientos sociales, las ONG u otras formas de expresión “no institucional” de las inquietudes políticas: “indignados”, “occupy Wall Street”; El Barzón, etc.

De entre todas estas circunstancias, la que quizá sea más grave desde la perspectiva de la teoría democrática es la que deriva de la falta de un eficaz juego del código gobierno / oposición.

Dicho código se incorpora directamente en el orden institucional e incluso dota de contenido al concepto mismo de libertad política.

No podemos ignorar que al disolverse las grandes opciones ideológicas e internacionalizarse la política ha perdido densidad el enfrentamiento partidista. Y cada vez se extiende más la idea de que “gobierne quien gobierne” las decisiones verdaderamente importantes serían adoptadas en la misma dirección. Ya sea porque respondan a intereses nacionales, o porque son el producto de consensos de política supranacional, o también porque las consecuencias prácticas de hacerlo de otra forma tienen graves efectos electorales.

Hay suficientes datos empíricos que ponen de relieve una cierta “perversión” del código.

Por ejemplo, la insistente descalificación del contrario, no por lo que haga o deje de hacer sino porque es el enemigo político. El discurso racional se transforma en la técnica de oponerse al adversario. A ello suele ir asociada una permanente descalificación moral.

En segundo lugar, nos encontramos con la casi patológica carrera por la imagen, que se suele construir a partir de los presupuestos de la nueva lógica mediática.

Y por último, está lo que podría definirse como la “promesa de la mayor eficiencia tecnocrática” como una de las verdaderas razones para solicitar ser elegido.

La conclusión sería que algo debe cambiar entre los diferentes actores políticos del sistema. El riesgo es que acabemos por suplir la relación entre gobierno / oposición dentro del sistema político por la relación entre este último y su oposición fuera del mismo.
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