Sobre la Libertad y sobre la Propiedad... #Mexico



Por: Teresa M.G.Da Cunha Lopes


En un libro interesantísimo,"A Short History of Enclosure in Britain", Simon Fairlie describe cómo, progresivamente, los terrenos llamados "Commons " que durante varios siglos fueron utilizados por todos los habitantes de las comunas inglesas, fueron privatizados por las clases pudientes con la construcción de muros (enclosures) entre el siglo XIV y el siglo XVIII, lo que privó a la mayoría de los británicos de acceso a la tierra agrícola y a los ingresos (renta) de la misma.

Este proceso histórico, generador de la extrema pobreza del mundo rural en los primeros tiempos de la industrialización, fue totalmente travestido por la teoría de la "Tragedia de los Comunes", teoría elaborada por los ideólogos de la era neoliberal y adoptada como parte de una campaña de desprestigio contra las instituciones de propiedad común. En la versión mexicana del siglo XX, este discurso se tradujo en el ataque de Salinas al ejido y la correspondiente reforma constitucional.

Un punto común entre los dos movimientos de destrucción de la propiedad comunitaria y de las dos racionalizaciones “a posteriori” de la victoria de la privatización de los medios de producción y de su concentración en manos de élites históricamente determinadas: la protección del derecho de propiedad individual “erga omnes” y la eficiencia del sistema económico.

Hoy, a lo que estamos asistiendo es a un proceso histórico de "enclosure" del conocimiento y de los flujos de transmisión del conocimiento, que en la realidad disfraza la lucha sin cuartel por el control de una minoría de los nuevos medios de producción en la Sociedad de la Información y del Conocimiento, que busca su justificación en el doble argumento "económico-jurídico": la cuestión de los derechos de autor y la cuestión de las tarifas de conexión.

En la realidad, lo que está en juego es nuestra exclusión de la nueva economía electrónica, nuestra expulsión de la propiedad comunitaria de los “commons”, de los “terrenos ejidales” del ciberespacio, o sea nuestra eliminación del grupo detentor de los medios de producción de la Telepolis en que el nuevo elemento de reproducción de la riqueza es la “renta” del conocimiento.

Un episodio muy concreto de esta nueva forma de explotación: la venta del Huffington Post, realizada por su “dueña” Arianna Huffington ( o sea por la propietaria de los derechos de autor del nombre “Huffington Post”) al grupo AOL por 231 millones de euros.

El “Huffington Post” nació en 2005 con la intención de contratar a algunos de los escritores más prestigiosos y finalmente se surtió de un ejército de blogueros no remunerados para aumentar la producción. El valor del Huffington Post reside,realmente, en los contenidos que son producidos por blogueros. Ahora bien, estos no recibieron un céntimo de la transacción, porque juridicamente no son los detentores de los derechos intelectuales sobre el "nombre", la "marca".

No es de sorprender que algunos de estos blogueros hayan interpuesto una demanda contra Arianna. La demanda ha sido interpuesta por el sindicalista y escritor Jonathan Tasini en la corte federal de Manhattan. Tasini escribió más de 250 post en la web del 'Huffington'. El demandante y sus abogados estiman que unas 9.000 personas colaboraron con la página sin cobrar absolutamente nada y piden una indemnización de 72 millones, lo que correspondería a un tercio del valor de la venta del sitio, según informó, en su momento el 'The Guardian'.

La posición del “Huffington Post” es típica del argumento ideológico-económico subyacente a la conquista del control de los medios de producción en la nueva economía electrónica. Arianna declaró que cualquier demanda colectiva sería "completamente infundada" y argumentó que los blogueros que utilizan la plataforma lo hacen "para que sus ideas y puntos de vista lleguen a tantas personas como sea posible".

Otro caso que podríamos analizar es el de la explotación de los contenidos producido por cada uno de nosotros y que enviamos (publicamos) por celular, Twitter o Facebook, mail o blog, y que cadenas de televisión como CNN y Televisa usan como fuente de información y generación de contenido, para aumentar su audiencia y por consecuencia sus ingresos de publicidad. Ingresos de publicidad que, evidentemente, no comparten con los blogueros, los twitteros o los facebookeros.Sin embargo, colocan restricciones al uso y transmisión de esos contenidos, bajo el argumento de la infracción de derechos de propiedad intelectual y derecho de autor, a los mismos blogueros, twiteros, facebookeros que fueron su fuente principal.

Pero,no se trata aquí, de analizar solamente la existencia de una fundamental divergencia de opinión sobre el modelo de distribución de la riqueza acumulada en el nuevo sistema de producción de la Sociedad de la Información y del Conocimiento y en la economía electrónica.

Otros principios fundamentales, además de la propiedad, están bajo ataque, ya que todos lo sabemos desde Marx (nosotros que somos “hijos de Marx y de la Coca Cola”), la infraestructura económica y las relaciones de producción definen la superestructura ideológica y la arquitectura del sistema jurídico. Estos principios fundamentales son : la libertad individual y la libertad de expresión.

Lo que nos lleva a colocar la cuestión de la naturaleza y límites del poder que puede ser ejercido por la Sociedad y por el Estado ( o sea por aquellos que controlan los medios de producción) sobre el Individuo.

Y a observar, que esta cuestión ha sido central en el pensamiento occidental de los últimos dos siglos. Por ejemplo, los posicionamientos de John Stuart Mill sobre la Libertad y sobre la Libertad de expresión son de una actualidad evidente, aún y cuando fueron enunciados en 1859 (el mismo año de la publicación del “Origen de las Especies” de Darwin).

En una de sus principales obras ,“Sobre la libertad”, John Stuart Mill, construyó , precisamente, una de las más poderosas explicaciones de la naturaleza y límites del poder que puede ser ejercido legítimamente por la sociedad sobre el individuo.

Uno de los argumentos insignia de Mill, es el principio del daño o principio del perjuicio (“harm principle”). Mantiene que cada individuo tiene el derecho a actuar de acuerdo a su propia voluntad en tanto que tales acciones no perjudiquen o dañen a otros.

Si la realización de la acción sólo abarca la propia persona, esto es, si solo afecta directamente al individuo ejecutor; la sociedad no tiene derecho alguno a intervenir, incluso si cree que el ejecutor se está perjudicando a sí mismo. Sostiene, sin embargo, que los individuos están exentos del derecho a llevar a cabo acciones que puedan causar daños perdurables y graves sobre su persona o propiedades, según postula el “harm principle”.

Aunque que este principio (“harm principle”) parezca claro, hay un sin número de complicaciones. Por ejemplo, Mill defiende explícitamente que lo que entendemos por “daño” puede englobar actos de omisión, así como actos de comisión. Ejemplo:fracasar a la hora de salvar un niño en apuros contaría como un acto perjudicial, tanto como no pagar impuestos o ausentarse en una vista judicial a la que se ha sido exhortado como testigo. Todas estas omisiones negativas pueden ser recogidas por una regulación según Mill. Por contra, no cuenta como un hecho perjudicial el dañar a alguien si -sin fuerza o fraude- el individuo afectado consiente asumir el riesgo.

Es importante tener en mente que los argumentos que usa en “Sobre la libertad”, están basados en el principio de utilidad y nunca apelan a derechos naturales. La cuestión de cuáles son las acciones que consideramos como atañentes exclusivamente al individuo ejecutor y cuales, ora por comisión, constituyen daños sujetos a regulación, sigue viva en las interpretaciones del autor.

Es importante enfatizar que Mill no consideraba que la ofensa fuera constitutiva de daño; ninguna acción podría ser restringida simplemente por haber violado las convenciones morales de una sociedad determinada.

La idea de una ofensa que perjudica y, por tanto, objeto de restricción fue posteriormente desarrollada por Joel Feinberg en su principio de ofensa (“offense principle”), que es esencialmente una extensión del “harm principle” de Mill.

En “Sobre la libertad”, Stuart Mill lleva a cabo una apasionada defensa de la libertad de expresión. Mill defiende el discurso libre como una condición necesaria para el progreso social e intelectual. No podemos determinar con claridad, dice, que una opinión silenciada no contenga algún elemento de verdad. Además sostienen que el permitir divulgar opiniones falsas puede ser productivo por dos razones: en primer lugar, los individuos tenderán a abandonar creencias erróneas si están involucrados en un fecundo intercambio de ideas, y en segundo, forzando a otros individuos a examinar de nuevo y reafirmar sus creencias en el proceso de debate, estas creencias se abstienen de desvirtuarse, volviéndose meros dogmas. No es suficiente para Mill la defensa de una creencia que casualmente sea cierta, el creyente debe comprender por qué la idea que sostiene es la verdadera.

Mill creía que “la lucha entre libertad y autoridad es el rasgo más destacable de las etapas de la historia”.

Para Stuart Mill, la libertad en la antigüedad era “un concurso... entre sujetos, o ciertas clases de sujetos, y el gobierno”. Como consecuencia,definió libertad social como la protección del individuo frente a la tiranía del gobernante político o del poder. Distingue en su obra un cierto número de distintas tiranías, entre las cuales están la tiranía social y también la tiranía de la mayoría.

La libertad social según Mill, consiste en poner límites al poder del gobernante de tal forma que este no sea capaz de utilizar su poder en beneficio de sus propios intereses o de tomar decisiones que puedan conllevar perjuicio o daño para la sociedad. En otras palabras, la población debe ostentar el poder de tomar parte en las decisiones del gobierno.

La libertad social es, entonces: “la naturaleza y límite del poder que puede ser legítimamente ejercitado por la sociedad sobre el individuo”.

Ésta se puede lograr de dos maneras: la primera es la que recurre a la vía del reconocimiento de determinadas inmunidades, llamadas libertades políticas o derechos; la segunda recurre al establecimiento de un sistema de comprobaciones constitucionales. Sin embargo,argumenta Mill, limitar el poder del gobierno no resulta suficiente.

Cada persona es por sí misma suficientemente racional para poder tomar decisiones acerca de su propio bien y elegir asimismo la religión que plazca. El gobierno solo debe intervenir en tanto se trate de la protección de la sociedad, explica Mill. En este sentido, en “The Contest in America” afirmó: “No hay otro fin que la raza humana tenga garantizados, individual o colectivamente, al interferir en la libertad de acción cualquiera que sea su número, que no sea la protección personal. El único propósito por el cual el propio poder puede ejercerse adecuadamente sobre cualquier miembro de una comunidad civilizada contra su voluntad es la prevención del daño ajeno. El propio bien, sea físico o moral, no es garantía suficiente.”

Acerca de la libertad de expresión, planteando un caso hipotético para ilustrar su postura, Mill escribe en “Sobre la libertad”, lo siguiente: “A fin de ilustrar más completamente el error de negarse a oír a determinadas opiniones porque nosotros, en nuestro propio juicio, las hayamos condenado, será conveniente que fijemos la discusión en un caso concreto; y elijo, preferentemente, aquellos casos que son menos favorables para mí, en los cuales el argumento contra la libertad de opinión, tanto respecto a la verdad como a la utilidad, está considerado como el más fuerte. Supongamos que las opiniones impugnadas son la creencia en Dios y en la vida futura, o algunas de las doctrinas corrientes de la moralidad [...] Pero debe permitírseme observar que no es el sentirse seguro de una doctrina (sea ella cual sea) lo que yo llamo una presunción de infalibilidad. Esta consiste en tratar de decidir la cuestión para los demás, sin permitirles oír lo que pueda alegarse por la parte contraria. Y yo denuncio y repruebo esta pretensión igualmente cuando se refiere a mis más solemnes convicciones. Por positiva que pueda ser la persuasión de una persona no sólo de la falsedad, sino de las consecuencias perniciosas de una opinión -y no sólo de estas consecuencias perniciosas, sino para adoptar expresiones que terminantemente condeno de su inmoralidad e impiedad-, si a consecuencia de este juicio privado, aunque esté apoyado por el juicio público de su país o de sus contemporáneos, prohíbe que esa opinión sea oída en su defensa, afirma quien tal haga, su propia infalibilidad. Y esta presunción, lejos de ser menos reprensible o peligrosa, por tratarse de una opinión que se llama inmoral e impía, es más fatal en este caso que en cualquier otro”.(Fin de citación)

Lo que Stuart Mill nos explica es lo absurdo de tomar de antemano las opiniones propias por buenas (infalibilidad), incluso basándonos en juicios socio-culturales (inmoralidad e impiedad de opinión) para obrar mediante la censura, recalcando la especial gravedad del caso dado que está en juego lo que atañe a los demás, a los otros.

Es este posicionamiento de Stuart Mill que quiero recuperar al colocarme, también, radicalmente a favor de la libertad de expresión y ferozmente crítica a toda actitud censora. Aún y cuando esta actitud se viste con la legitimación del poder del estado y se respalda en el imperio de la ley.
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